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El Papel Moneda

    La entrada del año 1812 se caracterizó por un gran malestar económico generalizado en toda la República. Este malestar era resultante de las luchas internas entre los promotores de la Independencia por sus prejuicios de clase; de la desatinada política financiera que perjudicaba especialmente al pequeño comerciante, al pulpero, al empleado, al trabajador, al cura. Pues, la necesidad de crear un papel moneda sin ningún respaldo, y la desconfianza general del público, contribuyeron al pánico.

Los asignados, billetes franceses resultantes de la unión de los billetes de descuento autorizados por Luis XVI en 1788 y puestos en circulación en 1790.
   El propio Bolívar dijo que se vieron obligados a recurrir al peligroso expediente de establecer el papel moneda,sin otra garantía que la fuerza y las rentas imaginarias de la confederación. Esta nueva moneda pareció a los ojos de los más una violación manifiesta del derecho de propiedad, porque se conceptuaban despojados de objetos de intrínseco valor, en cambio de otros cuyo precio era incierto, y a un ideal. El papel moneda remató el descontento de los estólidos pueblos internos, que llamaron al comandante de las tropas españolas para que viniese a librarlos de una moneda que veían con más horror que la servidumbre.
    

   Esta idea del papel moneda había nacido a imitación de los «asignados» de la Francia revolucionaria. Pero mientras los asignados tenían una base que los respaldaba, como eran las inmensas propiedades de los nobles emigrados, en Venezuela no había tierra que los protegiera ni ninguna otra clase de riqueza. Tal principio no podía ser cubierto sino por la violencia. Había que obligar al ciudadano a aceptar papel contra plata, por ello -dice José Francisco Heredia-, era necesario que la fuerza pública se interpusiera en todas las negociaciones más menudas, pues la ley obligaba a recibir el billete y a pagar en plata el quebrado de medio real, siempre que fuese preciso; sobre lo cual ocurrían cincuenta pleitos al día en cada taberna o pulpería, porque muchos iban sin necesidad a comprar cualquier cosa sólo por tomar el medio de la vuelta.
  

   Los asignados, billetes franceses resultantes de la unión de los billetes de descuento autorizados por Luis XVI en 1788 y puestos en circulación en 1790.

   El estado de ánimo de los mismos patriotas había decaído mucho con el malestar económico surgido por los inconvenientes de la división del país y de la crisis del papel moneda, algunos diputados del congreso -dice el mismo Heredia- me han asegurado que al tiempo de su traslación a Valencia ellos y otros muchos estaban convencidos de que la nueva República no podía durar muchos meses y que se acabaría como los juegos de muchachos.

    La fabricación del papel moneda fue confiada a un hombre que,según el decir del propio Poudenx, nunca en su vida había grabado.
    «El grabado fue ejecutado sobre un pedazo de madera; una navaja reemplazó al buril. Los billetes fabricados eran hechos por partida doble, se enumeraban y cada uno de ellos podía juntarse por la identidad del número. Éstos estaban para evitar falsificaciones, separados por una matriz. Cuando se les lanzaba en emisión, la matriz se dividía en dos, quedando uno de los billetes depositado en el Tesoro. Para verificarlos se les aproximaba uno a otro, con ayuda del número. El vicio de esta fabricación era evidente. Para empezar, era un doble empleo de materia; el medio de verificación era incómodo, porque los billetes circulantes en el país podían encontrarse alejados de la tesorería. El papel era de un material ordinario; la plancha, mal grabada; en fin, las firmas, puestas de manera estampillada, facilitaban los medios de la falsificación. La fortuna pública de este desgraciado país se encontró a la merced de los agiotistas y de los aventureros audaces»
(H. Poudenx, Mémoires pour servir .. ., pp. 55 y 56).
 
   Esto se prestaba al fraude. Apenas salidos los «asignados» empezaron a resentirse los hombres del campo al vender sus productos por valores imaginarios, y la diferencia que se estableció entre el papel moneda y la plata entorpeció enormemente las transacciones comerciales. Hubo lugares en donde se negaron a aceptar semejante moneda.
   

    La inflación fue tremenda. No hubo ningún economista dentro del grupo de hombres que gobernaban a Venezuela que hubiese visto o remediado la situación, sólo había aficionados o «entendidos» en las ciencias económicas, faltaba una verdadera política financiera que pudiera sanear al país. El trabajador y el empleado seguían ganando igual que en los tiempos de la plata, un mismo jornal; mientras que la desconfianza por el papel moneda hacía subir los precios de los productos a sumas fabulosas que aquellos hombres no podían materialmente alcanzar. Los precios llegaron a subir en ciertos renglones a un mil por ciento, condenando a una muerte segura al que no poseía tierras o era rico.

    Trágico es el cuadro que nos pinta Urquinaona:

    La arroba de carne cuyo precio corriente era el de cuatro reales en plata, llegó a valer 48 en asignados. El dulce llamado papelón valía un real en plata cada porción de tres libras y a peso fuerte en moneda de papel. Su mismo descrédito cortó la circulación del numerario, porque todos lo reservaban, deseando salir de un papel sin garantía, a costa de cualquier sacrificio. Los habitantes del interior que surtían la capital de carnes, quesos, mulas y caballos, abandonaron el tráfico, y satisfechos de que a sus remotas poblaciones no alcanzaban los tiros del despotismo, se mantenían en sus casas, vendiendo a plata u oro alguna parte del producto de sus haciendas, mientras que al contorno de Caracas no le quedaba sino el recurso lamentable de recibir vales insignificantes, abandonar sus cosechas o exponerse a sufrir la pena prescripta a los usurpadores.

    Esto se agravaba aún más, según el decir de Urquinaona, por las leyes demagógicas que trataban de ganarse a los pardos elevándoles a la clase de ciudadanos, cuando poco antes ni los reconocían ni los trataban como a hombres, singularmente en los penosos trabajos de las haciendas. A la inhumanidad de conducirlos al matadero para sostener sus delirios se agregó la imprevisión de exponerlos a convertirse en fieras por la libertad excesiva a que los hicieron pasar de repente halagándolos con la preconizada igualdad, sin prever que constituyendo una propiedad autorizada por leyes y costumbres, e interesante a la agricultura territorial, pudo esta alteración repentina provocar un choque peligroso con los poseedores, y males mucho más funestos que la esclavitud.

    Si a este enorme malestar agregamos la actitud hostil del clero por la proyectada ley de someterlos a tribunales ordinarios según la nueva Constitución de Ustáriz calcada de la norteamericana, comprenderemos que aquella República no tenía ningún sostén. El comercio y toda la nación descontenta por la política financiera de hambre y ruina. La nobleza, que era el Congreso, estaba descontenta también por el cariz peligroso que estaba tomando la Independencia bajo la influencia de los extremistas. El bajo pueblo descontento también, porque el Congreso y la Sociedad Patriótica les habían dejado ver la igualdad de papel y ahora querían la igualdad práctica. Y, por último, el clero, que temía perder con la República todas las prerrogativas feudales que la corona de España les había tolerado.

    El país, pues, sólo esperaba la ocasión para volver a los viejos tiempos de tranquilidad y orden. Los grandes terratenientes, autores indirectos de la Independencia, anhelaban la vuelta a la seguridad. El clero, a la estabilidad de sus prerrogativas. El bajo pueblo a eliminar a los gobernantes mantuanos, pues, según la genial observación de Juan Vicente González, «el mando político de los que eran sus señores naturales no era para el pueblo la libertad, sino una argolla más añadida a la cadena».
 
   Y los comerciantes, los empleados, los productores y el público en general en tener de nuevo una moneda firme y estable. respaldada por la plata o el oro, y no por falsas ilusiones.

   Venezuela, por esta serie de razones poderosas, deseaba la vuelta de los españoles. Sólo con un golpe de brisa se desplomaría el castillo de naipes de la República. Y la ocasión se presentó aun más fuerte de lo que podía esperarse. El castillo no se desplomó por un golpe de brisa sino por un espantoso terremoto, y España volvió bajo la figura inexperta y mediocre de Domingo Monteverde.

Juan Uslar Pietri, Historia de la Rebelión Popular de 1814.

 



Billetes Venezolanos de Uno y Dos Pesos, 1811. (Año I de la Independencia).
   
Billete Venezolano de Un Peso, 1811.
Billete Venezolano de Dos Reales, 1811.
Un Real Patriotico, Moneda de 1812.
Un Real Venezolano. Moneda de 1811.
Un Real Venezolano. Moneda de 1811.

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